(Publicado en infoLibre el 25 de marzo de 2015)
La otra noche –una de esas noches del invierno madrileño que tiene complejo de primavera–
tuvimos una
conversación complicada. Ya habíamos hablado de Podemos, de Ciudadanos, de los intelectuales cultos y respetuosos que se presentan sobre los
escombros de aquellos partidos que una vez fueron relevantes… Hasta de moda
masculinahabíamos hablado.
Y entonces alguien hizo una reflexión controvertida: “Obama es un
hijo de puta. Para llegar donde está, tiene que ser un hijo de puta”. Quizá por influencia
de House of
cards, o de la biografía
de Jobs, o de la historia de cómo
Bezos consolidó Amazon…
– Que no, hombre, que Obama es un
tipo conciliador. Que no hay más que leer su autobiografía y ver cómo sigue empeñado en reformas progresistas que otros le
intentan joder…
–Insisto: nadie llega
hasta ahí sin dejado mil cadáveres detrás.
El camarero trajo cervezas, entró alguien más en la taberna, uno del grupo recibió
un whatsapp… y, así, como pasa con todo lo importante, se esfumó la conversación sin que hubiéramos
concluido nada.
Yo llegué pronto a casa y pensé en mis últimas noches y en el
libro que las ilustra.
Me explico:
Por razones que no vienen al caso, he tenido que ver en dos meses
todo Breaking
Bad. 62
capítulos, que se dice pronto.
“Me gustaría verla, pero no puedo. Me
gusta leer, ir al cine… y no tengo 60 horas de mi vida para dedicárselas a una serie de televisión”, dijo el
pasado otoño David
Chase, creador de Los
Soprano (padre, por cierto, de una serie de 86 episodios que los demás sí que hemos visto
mientras hacíamos otras cosas).
Más allá de la ironía y/o bordería de Chase, a mí lo que me interesa es un
libro: Hombres
fuera de serie. Es un libro glorioso en el que se explica, serie a serie, creador a creador, cómo el
talento a veces viene dentro de un hijo de puta, de un egocéntrico, un déspota insoportable (quien quiera nombres, que lo lea); y a veces dentro de un gran tipo que tiene una visión y sabe
construirla en equipo. Ése, sobre todo, es Vince
Gilligan, el alma de Breaking
Bad y de Better Call
Saul.
O sea: el tipo que creó a un hijoputa que podría haber sido cualquiera de nosotros, el que
hizo evolucionar aWalter
White de medianía a Heisenberg, es buen tío. Y, además, es honesto. Tanto como lo es al
final su protagonista que no se pone excusas y lo admite, que lo hizo porque le dio la puta gana y porque le hacía sentir bien aunque sus alrededores estallaran
en pedazos:
“I did it for me. I liked it. I was good at it. And I was really, I was alive”.
Y ese orgullo de Walter, esa sensación de impunidad, sí que hacen pensar en los hijos de
puta de verdad, en los que tenemos más cerca. Ojalá, eso sí, ellos fueran igual de honestos, pero ésa es otra historia.
Bibliografía