Madrid, 8:57 a.m.

(Publicado en infoLibre el 16 de octubre de 2015)

 

Todas las mañanas, al salir de casa, paso delante de un coche aparcado en el que una madre y sus dos hijos esperan algo (o a alguien). A esa hora (y sólo a esa) viven en el coche. Los niños hacen deberes, la madre whatsappea. Algunos días les grita y otros les acaricia. Me gustaría preguntarles por qué no salen más tarde de casa, por qué no entran antes en el colegio, por qué se encierran a pasar esos minutos del día en un espacio tan claustrofóbico.

Yo nunca tendría tiempo de esperar en el coche porque vamos siempre con el tiempo justo. Y es que me parecen preciosos esos minutos en que los niños están todavía calentitos y suaves, llenos de sueños y legañas, con ganas de hablar y de que les hagan cosquillas. Esos minutos en que se sienten felices y mayores, convencidos de que su entrada en el colegio es lo más importante de tu día (y lo es). Son minutos tan mágicos que los alargo con el desayuno, con una adivinanza y un despiste, con algún olvido. Y salimos siempre tarde para dejar que el atasco nos retrase un poco más.

En el coche jugamos a pruebas de atención y pasamos lista a los padres que, uno y otro día, aparcan en segunda fila, impidiendo el paso, impidiendo el giro. Mi hija se ha hecho experta en incivismo porque vivimos cercadas por una decena de colegios. También –y es importante– vemos cosas maravillosas, pequeños regalos que nos alegran el día y más cuando llueve: como la madre que se moja para que su hijo llegue seco al colegio y que luego, ya calada, se va al trabajo sujetando un diminuto paraguas de Winnie the Pooh. O el padre que, resignado y feliz, devuelve el peluche de su hija al coche. Vemos muchos padres, muchísimos, que se quedan pegados a las vallas de sus colegios, atesorando esos últimos minutos antes de ser devorados por el estrés y la oficina, por las moquetas y los móviles.

Pasamos el atasco contentas, observando, hablando, cantando, aprendiendo. Y cuando mi hija entra clase, yo me quedo un rato bien aparcada, contestando los whatasapps más impacientes, con la radio puesta sin demasiadas ganas y ninguna convicción. “Tertuliean” sobre hombres y secretarias, sobre políticos y fiestas, sobre escritores y premios, sobre jueces y políticos, sobre vicepresidentas y bailes. Se ríen, se excitan, se callan (se callan cuando entra la publicidad).

Hoy suena un golpe alegre, levanto la cabeza y me está mirando un padre. Bajo la ventanilla:

- ¿Alguna noticia en la radio?
- No, sólo hablan.
- O sea, como en twitter.
- Bueno, a ellos les pagan.
- Ya…
- (…)
- ¿Tienes prisa?
- (…)
- ¿Hacemos una tertulia?

Y el padre me acompaña a mi cafetería sin bandera y nos bajamos el té a un rincón silencioso y apartado porque el padre parece estar soñando con una conspiración.

Se sienta despacito, sonríe.

Me dice: “No soporto que siempre estemos hablando de los errores de los demás”. Y yo estoy a punto de contestarle con un “el infierno son los otros, ya sabes”, pero igual no nota la ironía y se cree que de verdad soy una pedante, así que me callo y él se siente invitado a seguir:

- Vamos por la vida blandiendo una lupa que magnifica los errores de los demás y pocas veces ayuda a crear soluciones propias.

Mantengo el silencio, apreciando los verbos “blandir” y “magnificar” (un padre que, todavía, lee), pero él apura el té, se gira y descubre detrás mi otro secreto cotidiano. En la esquina, como siempre, hay una adolescente dormida. Es la misma de todas las mañanas, aunque normalmente mi llegada la despierta. Hoy no: sueña profundamente ovillada en una butaca inmensa. Desde que empezó el curso, esta quinceañera guapetona pasa todas las mañanas durmiendo en una cafetería. Es evidente que no va a clase, es evidente que no quiere que en su casa lo sepan. Duerme, y duerme sola, en unas pellas desoladas y absolutas.

No sé por qué me recuerda a la mujer que whatasappea con sus hijos en el coche. O sí: son dos mujeres que hacen cosas normales en los sitios menos apropiados; dos mujeres que no quieren estar en su casa.

El padre sigue:

- Los otros son la salvación. Si piensas en los otros, eres mejor.

Le miro y me examina la mirada. Bajo los ojos y hablo, por fin: le pregunto a qué curso va su hijo.

- ¿Mi hijo?
- (…)
- No tengo hijos.
- (…)
- Gracias por el té.

Me da un beso y se va.

Vigilo a la adolescente que duerme. Pienso en los demás. Grita un whatsapp: es un amigo que me descarga toda su amargura, amargura de párrafos largos, amargura sin emoticonos, amargura total. Mi amigo se siente solo porque no tiene pareja.

Le hago una pregunta que le desconcierta:

- ¿Has utilizado alguna vez a tu secretaria, le has hecho daño?
- No.

Y otra:

- ¿Has tomado alguna vez un café con una madre del colegio?
- No.

Y la tercera:

- ¿Cuándo estás en tu casa te sientes en paz?
- Sí.

“Pues ya está. Eso es la felicidad. No busques más. Compra un libro. Pídele a Miriam Lagoa que te recomiende una serie. Supera el día hasta que llegues a casa. Cierra la puerta. Desconecta el whatsapp”.

P.D.: Para este fin de semana sin calefacción, recomiendo dos libros para leer con manta y escuchar a los demás. Los dos son de J. R. Moehringer, uno es su historia y otro es la historia de Agassi (escrita con el tenista, claro). Los dos hablan de gente que se dejó ayudar.